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14/08/2010 - Opinión - Los testamentos - Juan-José López Burniol

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Missatge  Montser Ds 14 Ago 2010, 09:23

LA VANGUARDIA.ES
Opinión
Los testamentos
Publicado 14/08/2010
Juan-José López Burniol

Los cónyuges saben que es probable que uno de ellos viva muchos años, por lo que existen posibilidades de que, al final de su vida, el sobreviviente esté solo

Los dos fenómenos sociológicos que han influido más en la evolución del derecho privado en nuestro país durante los últimos cincuenta años han sido –a mi juicio– la difusión de la propiedad inmobiliaria y la prolongación de la vida humana. De aquélla les hablaré –con permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide– la próxima semana; de la incidencia de la prolongación de la vida humana intentaré hacerlo ahora. Parto de una afirmación clara: la prolongación de la vida humana ha modificado de modo radical las disposiciones testamentarias de la mayor parte de los catalanes. En efecto, hasta hace treinta o cuarenta años, buena parte de los testamentos otorgados por catalanes contenían un legado recíproco del usufructo universal de la herencia a favor del cónyuge viudo –mientras guardase viudedad– y la correlativa institución de herederos, en la nuda propiedad de los bienes, a favor de los hijos. Pero, a partir de cierto momento, se inició un cambio radical en la forma como los cónyuges catalanes ordenaban sus última voluntades: comenzaron a instituirse herederos recíprocos el uno del otro, dejando salvada la legítima –que es muy corta en Catalunya: el valor de un cuarto de la herencia– y sustituyendo al sobreviviente por los hijos. La diferencia esencial entre estas dos formas de hacer testamento radica en que, en la forma antigua –el cónyuge usufructuario– el sobreviviente no puede vender sin el consentimiento de los hijos, mientras que en la segunda –el cónyuge heredero– el sobreviviente puede hacer lo que quiera con los bienes heredados, sin necesidad de contar con los hijos.

Ahí radica la razón del cambio: hacer posible que el cónyuge que sobreviva –sea el marido o la mujer– pueda vender el apartamento en la playa, si lo necesita para complementar su menguada pensión, sin que los hijos tengan ocasión de oponerse; o bien que el sobreviviente pueda otorgar una hipoteca inversa para extraer de su vivienda los recursos precisos para rematar lo que le quede de vida con discreción y aseo, sin necesidad de recabar de los hijos una ayuda que estos tal vez no puedan prestarle. Los cónyuges saben que es probable que uno de ellos viva muchos años, por lo que existen posibilidades de que, al final de su vida, el sobreviviente esté solo. No porque los hijos sean –seamos– mejores o peores de lo que siempre han sido, sino porque las formas de vida actuales –con trashumancia laboral frecuente, inestabilidad de las parejas, viviendas pequeñas, vacaciones largas, fines de semana continuos, etcétera– impiden que muchos hijos puedan, aunque quieran, atender de forma asidua a su padre o madre ancianos. Por eso digo a veces –con radicalismo que reconozco– que, en última instancia, la familia es la pareja. La primera vez que leí estas ideas fue en un viejo trabajo del jurista francés Jean Carbonnier. Sin embargo, este cambio en la forma de hacer testamento no se ha debido al consejo de abogados y notarios, sino que ha surgido de la propia percepción y reflexión de los testadores. Son grandes el realismo, sentido común y valor del ciudadano medio, a la hora de afrontar el reflujo de su vida. Sabe lo que le espera y con lo que puede contar.

Bien es verdad que –dejando aparte la sucesión de los ricos, a la que me referí la semana pasada– existe otra excepción importante al testamento tipo actual, que se da cuando uno de los cónyuges –o ambos– han heredado de sus padres un patrimonio inmobiliario de procedencia familiar, es decir, lo que los aragoneses llaman bienes de abolorio. Respecto a estos bienes, la última voluntad suele ser otra. Un ejemplo lo dejará claro. Hará cosa de diez años, vino a otorgar testamento una pareja de profesionales de mediana edad, que llevaba bastantes años casados. Él temía –pienso– que su fin se acercaba. No tenían dudas. Se hicieron herederos el uno del otro, con una excepción que ya traían pensada: el destino de la casa pairal de la familia de él, sita en una comarca del interior de Catalunya. Me explicó el testador –su único dueño– que aquella casa era, con sus jardines y huerto, lo último que quedaba del antiguo patrimonio familiar, y que él –como hereu– había invertido mucho dinero ganado con su profesión en la mejora de la casa, hasta dejarla como una joya. "Y quiero –añadió– que, como no tenemos hijos, mi mujer sea la usufructuaria, pero que, cuando ella se muera, pase a mi hermano y, después de él, a sus hijos y, si tampoco los tuviere, al siguiente hermano". Dicho lo cual, le preguntó a ella: "Et sembla bé, oi?". A lo que la mujer respondió: "És clar que sí". Una vez más se había renovado el rito secular. El rito que, durante centurias, estructuró para bien a este país. Un rito al que se refería con gracia y desgarro el heredero de un viejo y más que mediano patrimonio familiar agrario cuya historia se remonta a más de quinientos años atrás, cuando me decía –para justificar su decisión de no hacer heredera a su mujer– "perquè la meva dona és la meva dona, que no és poc, però no és família meva".

Leer aquí: http://www.lavanguardia.es/premium/publica/publica?COMPID=53982779171&ID_PAGINA=22088&ID_FORMATO=9
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