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21/04/2011 - LANZA DIGITAL - Opinión - La muerte de un sueño

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Missatge  Montser Dv 22 Abr 2011, 10:37

LANZA DIGITAL
Opinión
La muerte de un sueño
Publicado 21/04/2011
José Luis Morales

Lo más doloroso de asistir en directo a la muerte de un sueño es tener clara conciencia de que el hueco que deja ha de ocuparlo una pesadilla.

Estoy –estamos– mirando cómo acaban con lo que se dio en llamar “el estado del bienestar”, metáfora bajo la que se escondía el empeño general por lograr una sociedad más justa, aunque imperfecta, en la que la solidaridad intergeneracional –de los jóvenes y adultos para con sus mayores– venía expresada, por ejemplo, en el sistema de “reparto” en el que se basaba el devengo de las pensiones, y la solidaridad sincrónica –la de cada uno con sus conciudadanos– se había materializado en la aceptación de un sistema de impuestos progresivos –aquello de que el que más recibe debe aportar más, ¿les suena?– que ayudaba, aunque impertectamente también, a la redistribución de la riqueza.

Paradigma de aquella idea de la sociedad era el “modelo sueco” –nórdico, en realidad– desarrollado entre los años 60 y los 80, que aunaba libertades y responsabilidades, tolerancia en lo privado y rigor en lo público.

No fueron, las nórdicas, sociedades perfectas –además, su paraguas apenas amparaba al uno por ciento de la población mundial, aunque el otro noventa y nueve lo anhelaba para sí–, ni su gestión estaba exenta de problemas y pequeñas –aunque evidentes– contradicciones. Pero fueron, seguramente, el tiempo y el lugar donde la organización social de un amplio grupo de seres humanos estuvo más cerca de alcanzar el ideal de libertad, justicia y solidaridad al que venimos aspirando desde –antes incluso de– que Rousseau escribiera su “Contrato Social”. ¿Y quién se acuerda ahora de la Suecia de Olof Palme?

No es mi intención tampoco izar ahora aquella bandera: flameó mientras pudo. Pero a partir del año 89 le fue, poco a poco, faltando el aire, hasta que, detenidas por completo las brisas del verdadero idealismo humanista en este siglo XXI, cuelga como un trapo vergonzante del mástil que la sostuvo.

Tal vez fuese demasiado pronto: ni el mundo bipolar de la larga postguerra, ni los que se llamaban a sí mismos países no alineados, estaban en condiciones políticas ni sociológicas de generalizar aquel modelo. Esta evidencia histórica, que nos permite saber por qué no fue posible su expansión, no lo invalida en absoluto como sistema: sus logros ahí están, sus luces marcaban el rumbo, aunque en sus sombras se escondieran los patéticos fantasmas que ahora mismo persiguen acabar con él.

Si quisiéramos parafrasear el famoso dictum monárquico, el resultado sería incongruente: ¡El estado de bienestar ha muerto; viva...qué!

Emboscadas en las fórmulas urgentes para sacarnos de la crisis, que resultan aparentemente inevitables, vienen las verdaderas reformas que está aplicando el capitalismo neoliberal –cuya ingeniería financiera y su expansión sin control estatal, recuérdese, provocaron la crisis–. Véanse: reforma del mercado de trabajo, es decir, pérdida de derechos laborales por parte de los trabajadores; reforma del sistema de pensiones, es decir, prolongación de la vida laboral –ahora que no hay trabajo– para acabar obteniendo pensiones de menor cuantía que las precedentes; reducción del déficit del estado, es decir, fuerte retracción del gasto social y desaparición práctica de las manifestaciones menos lustrosas de la solidaridad social; reformas fiscales, es decir, reducción de los impuestos directos –renta, sociedades, sucesiones, patrimonio– e incremento de los indirectos –los que gravan el consumo– que representan mayor carga para quien menos tiene; reforma de la administración, es decir, terciarización –cuando no privatización pura y dura– de ciertos servicios prestados hasta ahora por el estado, lo que lleva aparejado sistemáticamente ajuste de plantillas –más paro– y encarecimiento de esos mismos servicios para el ciudadano de a pie.

En fin, a qué seguir... La pesadilla es evidente y no ha hecho más que comenzar. Desgraciadamente, en España ha coincidido con una profundísima crisis de credibilidad de nuestros políticos, embarcados por igual en una espiral de corruptelas y descalificaciones mutuas, que tienen a la ciudadanía al borde del vómito. (¿O no son para vomitar las últimas declaraciones de un ex-presidente de gobierno salvapatrias, que asegura que España no podrá pagar su deuda debido a la subida de los tipos de interés, al tiempo que niega su vuelta a la “política activa” salvo que España se encuentre en “peligro de descarrilamiento” y se le necesite imperiosamente para “corregir el rumbo”?)

Con el descaro de quien se cree en posesión de la verdad, políticos, economistas y periodistas de ciertos medios de comunicación, que paradójicamente quieren presumir de independientes, andan frotándose las manos prediciendo desde hace tiempo el fin del estado del bienestar. ¡Como si el futuro que se nos avecina fuese más prometedor o más justo! No comprendo esa forma de pensar que da por buena la propia ceguera con tal de que el otro quede tuerto.

La desaparición efectiva del estado de bienestar provocará una nueva era de crecimiento de la desigualdad: acumulación de riqueza y poder en unos pocos, mientras el número de ciudadanos con carencias –incluso de lo más básico– no dejará de crecer.

Y no era ese el mundo que la mayoría soñábamos para nuestros hijos. No era ése. Ignoro si aún estamos a tiempo de evitar lo peor, pero es evidente que si la proa económica –la política no cuenta, puesto que ya no tiene el poder de decisión– sigue el rumbo del pensamiento neoliberal, la pesadilla del naufragio nos aguarda en altamar. Y no sólo a un país o a otro, sino a un colectivo más amplio, al que hasta ahora llamábamos “nuestro mundo”.

Y no, no hemos trabajado tantos años para eso.

Leer aquí: http://www.lanzadigital.com/opinion/la_muerte_de_un_suenyo-21054.html





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